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viernes, 1 de mayo de 2015

El Laberinto


Un cuento breve de Jorge Luis Borges "Los dos reyes y los dos laberintos" me acercó a la idea que en ésta vida damos vueltas en un círculo inventado para marearnos. Para hacernos creer que debemos vender nuestras vidas. Cambiar nuestros preciosos (y únicos) días por simples papeles que llamamos dinero. Necesarios, pero no imprescindibles. Y allí vamos perdiéndonos a cada paso. Alejándonos de la simple verdad: no elegimos, solo somos parte del macabro juego.




Siendo yo un niño, mi abuelo me narró una aventura. Él viajaba, como primer oficial en un barco carguero, en los lejanos mares índicos. No recuerdo por qué razón la nave hizo escala en una remota isla. Desembarcaron en una precaria chalupa (el lugar carecía de desembarcadero)
Dos días permaneció allí, junto al capitán. Posiblemente compraban perlas a los nativos (recuerdo haber visto algunas en su casa)
Un viejo isleño, arrugado por miles de soles y con una voz casi gutural, en un retorcido inglés balbuceó lo que sigue, mi abuelo tal vez por inspirarle compasión, se sentó en un tronco a su lado. “Yo era muy pequeño cuando toda la tribu fue a la playa. Unos grandes barcos, que nunca habíamos visto, altos como árboles, estaban frente a nuestra isla. De ellos bajaron en cortos botes, extraños hombres con ropas que brillaban. Pasaron varias lunas. Mi padre nos contaba que debíamos dejar a nuestros dioses. Al sol, que nos había protegido hasta entonces, al mar que nos alimentaba, a la foresta que nos proveía de hierbas curativas y animales. Yo no entendía. Entonces él puso sobre nuestra mesa una cosa rectangular, que luego supe era un libro, con una extraña cruz.
Así adoramos a un único Dios. Años después ellos nos hicieron cortar la selva y trabajar la tierra. Nos dijeron que éramos libres y que ahora cobraríamos con trozos de metal por lo que hacíamos. Recuerdo a mi madre preguntar ¿para qué sirven esos metales?
Ya siendo un muchacho la foresta casi había desaparecido y también los animales. Los blancos trajeron tiendas y luego llegaron más y más gentes. Nuestras chozas, a la orilla de la playa, desaparecieron. Se hizo difícil caminar por las innumerables callecitas que dando vueltas y vueltas conducían al centro de la isla. El arrecife murió, arrasado por los deshechos tirados al mar. Algunos de los isleños reían a y adoraban a los blancos, ahora disfrutaban de la energía eléctrica. Y llegaron grandes mejoras, aparatos eléctricos que nunca habíamos visto.
 
 

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