Aquella tarde gris desembarcamos en la Isla Camarones.
Nuestro bote de madera cruzo lentamente los escasos casi dos kilómetros desde
el continente. Aquel islote de pura piedra solo posee una playa de cantos
rodados, el resto de la isla son altos murallones de piedra inaccesibles.
Dejamos el bote y subimos por una huella olvidada. Buscamos el viejo faro
negro, una leyenda de la zona.
Pocos días antes habíamos llegado a Camarones, en Chubut, en
plena Patagonia, luego de un largo camino a campo traviesa, con nuestro viejo
camión, encontramos al fin la isla.
Según las historias de los lugareños allí enterraban a los
indígenas en épocas de la conquista del desierto (más que conquista fue la
matanza de cientos de pobladores originales de aquellas tierras). Se cuenta que
los hombres de Roca llegaron al poblado y pasaron a degüello a hombres, mujeres
y niños. Algunos escaparon nadando en las frías aguas, hacia la isla, ateridos
por el frío, se escondieron en una cueva secreta. Apenas catorce lograron
sobrevivir a la matanza.
Muchos años después se construyó el faro. De Treinta metros,
imponente y …blanco, tan blanco que se podía observar desde gran distancia. Hoy
es negro. Que se sepa nadie lo pintó, el tiempo, las inclemencias terribles de
aquellos mares y ..dicen: la maldición de los muertos que descansan
intranquilos, en algún lugar entre aquellas piedras, le dieron ese
tono abrumador
Hacía las tres de la tarde nos encontrábamos, junto con
Pedro y Tintín recorriendo la playa.
El cielo comenzó a cerrarse. Altos y ominosos Nimbus
presagiaban tormenta. Entonces el viento borneó y casi si darnos cuenta el mar
comenzó a crecer a un ritmo alarmante. No nos preocupaba la embarcación pues la
colocamos (con gran esfuerzo) lejos de la costa. Pero si el viento se
incrementaba seguramente tendríamos problemas.
Acostumbrados a los mares bravos no volvimos atrás y
seguimos los tres kilómetros hacia el faro. En ese momento escuchamos un grito
-al menos eso parecía- pero no un sonido humano, fue algo mucho más
desgarrador, como si todas las gargantas del cielo se abrieran y vociferaran
con la fuerza de un huracán. ¡Y eso era! Una tromba marina colosal chupaba
cataratas de agua hacia lo alto. Tocó la costa y oleadas de piedras volaron
succionadas por una fuerza increíble. Corrimos, corrimos y corrimos, Tintín
tropezó y cayó. En el fragor de los truenos y el mar que se acercaba lo escuché
maldecir. Lo levantamos y sangraba copiosamente, seguimos ayudándolo con Pedro.
Ahora cruzábamos por un sendero entre grandes paredes de
piedra negra. Miré hacia atrás y comencé verdaderamente a asustarme: el
mar nos perseguía. Golpeaba contra cada obstáculo, la espuma se abría como un
cuerpo destrozado, se rehacía y continuaba hacia nosotros. Ante el camino -que
ahora se empinaba- el mar imperturbable siguió destrozándolo todo. Las
piedras, el sendero, cada parte fue materialmente deshecha.
Tintín gritó que nos detuviéramos, para descansar unos
segundos. En ese preciso momento la oscuridad nos envolvió casi
instantáneamente. Una negrura pegajosamente viscosa. Otra vez un rugido
que nos helaba la sangre, estalló en nuestra mente, como si un martillo
inconmensurable descargara toda su fuerza, la isla entera tembló, entonces el
rayó llegó en una fulgor blanco y azul. La luz brillo y frente a nosotros la
cueva se nos mostró en toda su cruel realidad. Los huesos brillaron incandescentes en
aquel momento de horror. ¡La cueva que nadie pudo encontrar, nos mostraba
su gran boca! La historia era entonces cierta. Los muertos que miles de veces
habrían escuchado el enojo de los elementos nos decían ¡corran hacia el faro!
El cansancio y dolor de Tintín desaparecieron ante el
espectáculo, en el frenesí de la locura llegamos. La única entrada, protegida
por una fuerte puerta de hierro, nos recibió en silencio. Antes de cerrarla y
con el último rayo explotando a poco metro, horrorizado vi a la enorme
masa de agua que se abalanzaba hacia nosotros. Cerré con un gran golpe aquella
puerta oxidada y la trabé con un gran tirante de madera.
El eco del golpe de la puerta resonó tétricamente en el
faro, ahora a oscuras.
Encendimos una linterna, entonces en el paroxismo de la
locura el mar llegó hasta el faro. ¿Qué puedo decir? ¿Cómo expresar en palabras
el sentimiento, nuestra pequeñez ante aquellas fuerzas descomunales? ¿Qué
es el hombre en comparación con el océano terrible y furioso? El golpe de la
ola nos tiro al piso, todo el faro se sacudió ante aquella masa de agua. Todo
crujía, gritaba, cada piedra imploraba. En la oscuridad -la linterna se había
apagado- tuve la sensación de encontrarme a miles de metros de profundidad,
sofocado por la noche eterna y por el peso brutal de la presión.
Tintín gritó ¡subamos!, escapemos hacia lo alto, ¡La puerta
va a romperse!
Corrimos, trepamos a ciegas por la escalera caracol. Pedro
pudo encender la linterna, esa luz minúscula pero efectiva evitó que pisáramos
los escalones podridos.
En una subida que nos pareció inmensa para nuestras fuerzas,
nos sosteníamos fuertemente de los pasamanos, lastimándonos por el óxido. El
mar otra vez castigaba sin piedad cada roca.
Llegamos a la parte más alta. Aún los vidrios estaban en su
lugar. La luz del faro no se había encendido en años, los espejos rotos, el
sistema arruinado ya no servía.
Fue Pedro que gritó y fue presa del pánico, Pedro con quien
navegáramos en tres grandes tormentas, a palo seco, gritó: ¡Miren el mar, el
mar! Tintín enmudeció y ya no dijo nada. La isla ya no estaba, el mar había
cubierto el faro hasta más de la mitad de su altura, aquello sencillamente no
era posible.
Los truenos brutales e incesantes, los rayos hiriéndonos los
ojos nos mostraban el frenesí de las fuerzas desatadas. En cada fogonazo de
los rayos inmensas nubes bajaban desde lo alto, como si todo el cosmos se
abatiera sobre esa isla perdida en los confines del mundo.
Nos acurrucamos y pasamos aquella noche espantosa en
silencio, esperando que, con cada golpe del mar, el faro se deshiciese,
llevándonos para siempre a las negras profundidades.
Cuando empezó a amanecer otra vez la isla apareció ante
nuestros ojos. Atónitos corrimos por nuestro bote ¡estaba donde lo dejáramos!
No encontramos ninguna explicación. En silencio cruzamos el estrecho, subimos
el bote y nos alejamos de aquel lugar.
Al anochecer pusimos en marcha el camión, mientras
pensaba en el maldito General Roca, los pobres seres que sin culpa fueron
masacrados, la cueva y el mar, entonces, por última vez miré a aquel terrible
faro negro. En lo alto la luz brillaba con toda su fuerza. Una luna triste,
casi como un lamento pareció prender por unos momentos a aquel ojo
muerto. Ni Pedro ni Tintín se dieron cuenta. No dije nada. Sin
respuestas, entre el sueño y los huesos de los muertos, pude escuchar la
algarabía de una tribu, sus niños y mujeres hablando, sus hombres pescando y
cazando guanacos. Mientras regresábamos a Buenos Aires una y otra vez me
pregunté ¿dónde están los salvajes? ¿Dónde están los monstruos?
Escalofriante historia, me llevo a estar en ese momento
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