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El sol aún en el zenit apenas calienta en este invierno helado, la gran roca desde la que observo a mi mar furioso e inmenso. Explota en cada ola, arremete una y otra vez la piedra inmutable, que estará cientos de años una vez que yo me haya marchado. Pero ahora, en este breve tiempo es mía y también de la gaviota que planea arañando el profundo azul. El viento crece, se cuela entre mis ropas, levanta espuma como nieve.  Empuja a una pareja. Las gentes buscan el calor de algún bar. La tibieza de un abrazo.

Sigo aquí ante la inmensidad líquida, mientras me acompaña otra gaviota, más blanca aún que las altas nubes.

Así entre la titánica fuerza del mar te pienso. En cada ráfaga helada te añoro. En la espuma creo verte. Imagino que llegas hasta mí, que el invierno pasará. Que llegara el verde y la tibieza de días claros. Sueño con un mar plácido brillando en las mañanas, devolviendo al aire el sol y a los veleros la paz.

El mar me grita en una andana de frenesí que tu voz me está buscando. Que tus manos me esperan. La naturaleza toda me aleja de la piedra para buscarte en la ciudad, repleta de hombres solos. Me alejo del muelle, se acerca la tarde gris y sigo mi rumbo sabiendo que estas esperándome en algún lugar.

Las gaviotas se han ido, el último barco llega a puerto. La sirena suena en la despedida del día, las luces de la costa se han encendido. Busco nuestro bar que como un viejo y querido barco nos espera en la alegría absoluta del encuentro.





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