De a poco el sol se deshizo y la noche sorprendió a las
pocas personas que aún cruzaban a pie el malecón. Cómodamente desde mi ventana
observaba el espectáculo siempre grandioso, cada vez distinto. Al otro lado de
la bahía las altas torres del fuerte español se recortaron perfectas sobre un
cielo pintado de un violeta indescriptible.
A esa hora, cada cosa que he amado estaba allí, casi para
mí. Las voces de cientos de grandes ranas quebraron el silencio. En el
agua -ahora obscura- saltaban sombras una y otra vez.
Mi madre gritó ¡Germán apaga la luz!, hice caso, pero en
silencio seguí a aquella película que tanto amaba
La luna inmensa partió muy despacio al mar en dos. Ese ojo
dorado, ahora todo mío me regalo cada centímetro de su luz acaramelada.
Entonces -como muchas otras noches- me deslicé furtivamente y corrí bajo las
estrellas. Atrás dejaba el libro de Stevenson que por momentos me llevara
extasiado de la mano de un náufrago. Todo aguardaba. Primero el malecón con lo
pocos negocios ya cerrados reflejándose en las inmóviles aguas. Descalzo, para
gozar aún más la tibieza de la tierra, pasé por la amplia vereda de los
cocoteros. Cinco cuadras de altas palmeras. Al final la única casucha casi
destruida, como un pequeño faro en la nada, desparramaba la luz de la ventana.
Allí los pocos huesos de Simona la negra se aferraba a la vida, en su eterna mecedora de
bambú.
Al fin llegué a la gran verja de hierro oxidado. En lo
alto se podía casi leer “Cementerio de Esclavos”
Por un hueco en el muro pasé como tantas veces a su oscuro
interior. El cementerio fue cerrado muchísimo tiempo atrás, cuando el último de
los ex esclavos murió. En una tumba tibia por efecto del sol me senté una noche
más. Alto la luna -ahora más pequeña- corre por el cielo.
Así muchas noches disfrutaba aquel silencio a los pies de la
tumba de Pierre Loustanou, el último esclavo de Tortuga. Nada de anormal ni
morboso había en ello. Un inmenso amor a tanta naturaleza y la fantasía casi
sin límites de un chico que no pensaba en la muerte si no en la vida, lo
dejaban horas en aquel lugar. 20 esclavos reposaban su eterno sueño a mi lado.
Conocí cada nombre y cada historia, que averigüé y anoté celosamente en mi
diarios. Así supe de Benjamín el negro con una sola pierna perdida cuando su
barco fuera atacado por piratas. La dulce Krakri -que conservó a regañadientes
de sus amos- su nombre africano. El pequeño Louis que murió a la edad de trece
años atrapado por un tiburón que ingresara e la laguna. Rouse, la dulce cuyo
esposo fuera ahorcado y enloqueciera por ello, Nacantari el grande, o como
gustaba que lo llamaran, el hombremontaña. Un coloso negro de 2,20 y 160 kilos
de peso. Y otros que “conocí” casi personalmente. En algunas noches, cuando la
luna se escondía tras las nubes y todo era negrura, casi pude “hablar” con
algunos de ellos, así -digamos que me imagine- sus vidas, sus ilusiones en un
mundo que no era el suyo. Lo que significo ser esclavo, ser de un amo. Haber
perdido los orígenes, la propia tierra, la familia para siempre. Conocer las
cadenas en los cuellos y piernas lacerando la carne y el espíritu, si lo supe.
Cosas terribles pasaron en aquellas aguas. Luego vino el “desarrollo” junto a
las pestes y a la destrucción de culturas enteras en nombre de la cruz y
de extraños y lejanos reyes.
Aquella noche el gran árbol que protege la tumba de Pierre
pareció agitarse bajo una brisa inexistente. Todo fue quietud, pero las hojas
muy despacio se movieron y brotó una melodía que reconocí de inmediato, el viejo
Tam-Tam de los tambores africanos llorando a los que nunca más volvieron.
Bello, muy bello y hermoso, me sentí sentada en esa tumba..
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