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El cuchillo bajo el agua





Aquel marzo de 1978 fue muy triste para todos. Allá en las frías aguas del Golfo Nuevo en Chubut nuestro querido amigo Leandro Figueras desapareció en aquellos fondos inmensos, profundamente azules. Leo cumplía dos días después apenas treinta y cinco años. Una vida dedicada al buceo, profesional, deportista nato, a los veinticinco tuvo su propia operadora. Cientos de entusiastas realizaron sus primeros pasos en el mar bajo su cuidado. Juntos realizamos decenas de inmersiones. Especialmente recuerdo una bajada a más de cuarenta y cinco metros a ver y disfrutar al U-535, uno de los lobos grises que yacen para siempre en el Mar del Norte. Juntos ingresamos al interior del submarino hundido casi al fin de la segunda guerra. Fue aterrador iluminando con potentes linternas y tratando de no tocar nada para no levantar el limo y perder la visibilidad. Avanzamos de camarote en camarote. Ese tipo de buceo es sumamente riesgoso, cualquier dificultad nos dejaría “para siempre” en su interior. No hay lugar a errores. El pánico sencillamente esta fuera de lugar. La cortina del camarote del Capitán aun colgaba como tapando pudorosamente el final de un lobo de mar y allí estaba. Los huesos desparramados sobre la silla, su calavera nos miró apoyada en el pequeño escritorio.  Ese hombre y su nave vivieron días de lucha y terror. Ahora en la oscuridad absoluta de su camarote pasaba los días eternos sin más horizontes, sin sueños, sin haber vuelto abrazar a los suyos. Miraba aquellos huesos y la pena me estremeció. En un último homenaje descolgué de mi cuello la medalla de los buzos y casi tiernamente la deje sobre su escritorio. Con cuidado dejamos la nave y subimos lentamente, con algunas paradas de descompresión, mientras las burbujas disparadas buscaban la superficie. Recuerdo que Leo y yo no dijimos una sola palabra en todo el viaje de regreso en la embarcación. Habíamos tenido un encuentro con la historia.

Leandro se sumergió solo, violando la primera y más importante ley del submarinismo, siempre de a dos. Luego de tres inmersiones con un grupo de buzos de Buenos Aires, el ancla se engancha y hay que bajar a soltarla Leo fue solo y nunca más volvió. Dos compañeros bajaron y lo buscaron hasta agotar el aire y luego tomaron dos botellas más sin éxito. Llego Prefectura y se realizaron intensos rastrillajes. Nunca apareció su cuerpo. Luego en cada inmersión he esperado encontrarlo aun disfrutando de la profundidad, de los peces y de tanta maravilla allá en el fondo del mar.

Dos años después, como en tantas temporadas de ballenas viajamos con unos amigos a la Península de Valdés. El tercer día bajamos tres amigos a una profundidad de veintidós metros. Yo iba al final del grupo.  Por el cabo del ancla busque el fondo. Esa sensación que me encanta, primero la explosión de burbujas al saltar de la embarcación y luego la bajada de cabeza, compensando las presiones. Al llegar hay que ajustar el lastre y regular la flotabilidad y ¡a disfrutar! Esos fondos tapizados de anémonas, y vegetación que se ondula como acariciada por la corriente. Y allí entre los techos de roca que forman pequeñas cavernas, cientos de meros, sargos, salmones. Arrancamos algunos mejillones, los abrimos y se los damos a los meros curiosos que se acercan sin temor a nuestras manos. La sensación de libertad es única. Sin gravedad, libre, en el fondo del mar soy un pez más, algo grotesco y torpe frente la gracia de la vida submarina. De pronto miro hacia delante y mis compañeros ya no estaban ¡solo en el fondo! Varias veces me ha pasado, bueno solo no, observado por cientos de curiosos ojos. Las normas obligan a hacer una búsqueda de un minuto, si no hay contacto se sube a la superficie y punto. Entonces entre dos piedras lo vi. El acero brillaba como un ojo diciéndome ¡Germán aquí estoy! Lo recogí y miré las iniciales claras, absolutas y definitivas “L.F “Leandro Figueras. ¡Había encontrado su cuchillo! Mire alrededor buscando vanamente a Leo. Sus ojos ahora muertos me miraban seguramente desde algún lugar allí abajo. Entonces uno de mis compañeros se acercó y le exigí volver todos a la superficie. Largas horas debatimos una y otra vez aquel hallazgo, todos sabíamos que Leo desapareció a más de treinta kilómetros de aquel lugar, el cuchillo firmemente anclado entre dos rocas jamás pudo recorrer solo tanta distancia. No hemos podido develar el enigma. Sobre mi escritorio está apoyado el cuchillo, la luz brilla en la hoja y sus palabras claras y fuertes resuenan en mi mente ¡vení, te espero!  Y sé que alguna vez en mi último buceo la profundidad me llevara a su encuentro.

1 comentario:

  1. Una historia triste que lleva al lector a verse bajo el agua

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