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En lo profundo del hielo






Se ha cumplido un mes de mi salida del Instituto Psiquiátrico Maimónides. Siento que mis nervios ahora están más sólidos. He pensado en hacer públicas las espantosas vivencias en el Polo Sur Debo contar lo ocurrido durante aquel viaje. Largo tiempo habíamos planeado lo inalcanzable, llegar lo más al sur posible. Sabíamos que a lo sumo nos acercaríamos a la gran barrera, ello era lo máximo que esperábamos, pero cuando el Instituto Shminsoniano, con aporte de los holandeses, nos propuso llegar a Mac Murdo, tocamos el cielo con las manos. Jamás pensamos el riesgo inmenso que correríamos. Nunca supusimos ni remotamente, que las puertas del infierno se abrirían para nosotros y que jamás volveríamos a ser los mismos. ¿Cómo podíamos haber sospechado que los hombres están mentalmente encadenados por un poder omnímodo, perverso y brutal, y sin embargo no se dan cuenta?

Han pasado dos años de aquella brutal experiencia – y luego de permanecer en un instituto psiquiátrico durante seis largos meses- creo que ha llegado el momento de contar la verdad, al menos la que recuerdo. Pero temo ser mal interpretado, y que se piense o que he perdido la cordura o que solo sea un fabulador. Como sea debo correr el riesgo y avisar al mundo del espantoso secreto que yace en lo profundo del hielo en aquella terrible tierra de Mac Murdo. Si mis palabras no sirvieran, aún tengo en mi poder el objeto que traje del frío y que prueba irrefutablemente todo, sin embargo, lo dejare como última posibilidad, es muy peligroso.

Contaré sistemáticamente cada día que rigurosamente anoté en mi diario, salvo los acontecimientos finales que solo están en mi memoria, o en lo que queda de ella después de la devastación psicológica a la que-al igual que todos., fui sometido. Ese diario ha sido enviado a tres periódicos europeos. De ninguna manera voy a confiar en los norteamericanos, ya que son parte de la siniestra trama.

 

PUERTO DE BUENOS AIRES 6/11/2003

Partimos abordo del Eleonora un magnifico 60 pies de acero, el 6 de noviembre de 2003, fuerte y marinero. Su proa angulosa y sólida parecía hecha para surcar los mares del sur. Nuestro destino Mac Murdo  82 grados sur y 68 grados este. Lugar siniestro si los hay. ¿Por qué digo siniestro? Pues ya lo verán.

Nuestra tripulación estaba compuesta por mí Germán Herber, Capitán, Max Roberts, Contramaestre, tres daneses, entre los que contamos dos marineros y el mecánico. Además Marian  Leng – la única mujer del grupo que oficiaba de Cocinera y Meteoróloga.

La Real Marina Holandesa nos contrató para llegar a Mac Murdo, antes de diciembre, allí colocaríamos varios aparatos de última generación que medirían movimientos bajo el hielo. Se estableció un punto dentro del continente a 200 Km. de la costa. Según nos indicaron los satélites habrían detectado cierta “anomalía”. Llevábamos suficientes alimentos y combustibles para un año. Decidimos no correr riesgos. Todos los gastos corrían a cuenta de los holandeses.

El primer problema surgió el en el mar polar antártico a 500 millas de nuestro primer destino, en la costa. Comenzó la noche del 26 de noviembre. Nada hacía presagiar la inmensa tormenta hacia la que nos dirigíamos. Todos los sensores mostraban buen tiempo. El barómetro indicaba 1030 hectorpascales, el viento extrañamente no sobrepasaba los 20 nudos. La carta satelital -100 millas alrededor- lucía casi en blanco. El primero en dar el aviso fue uno de los daneses, una inmensa ola se acercaba a unos mil metros de la nave. Mientras todas las escotillas se cerraban herméticamente, Max, Marian y yo arriamos las velas en un tiempo record y nos tiramos casi de cabeza adentro, cerrando el tambucho.  La ola de más de 20 metros comenzó a levantar el barco, 20, 30, 40, 60, 80 grados y luego nos subió a la cresta impulsándonos en una carrera que creíamos no tener fin, hacia abajo. A un abismo profundo y negro. El barco no dejaba de bajar a una velocidad incalculable. Ahora un ruido espeluznante aullaba sobre obenques y estays. Todo el barco crujía, se quejaba azotado sin piedad por los elementos que estallaban en furiosas trombas de agua. A medida que continuaba nuestra caída veíamos, a través de los ojos de buey cientos de rayos caer cerca de nosotros. Las pequeñas ventanas parecían explotar en un calidoscopio de colores y formas aterradoras. El ruido –aún no lo puedo saber- si estaba afuera o adentro de mi cabeza, se dislocaba en cientos de notas inverosímiles, como si el mar cantar y se burlara de nosotros. Entonces una inmensa explosión lastimaba cada centímetro de acero. Tan solo unos milímetros nos protegían de la furia desatada de los elementos Todos permanecimos en un silencio horrible. Las luces se habían apagado y solo vía en cada explosión de los rayos las caras de horror de mis compañeros, aferrados como podían, esperando el indescriptible momento en que la embarcación llegara al final de la monstruosa depresión y se desintegrara para siempre en el más oscuro de los abismos. No tuve miedo, solo la resignación a lo inevitable, imaginando que el final sería rápido. En ese momento de supremo frenesí llegó un momento en que nuestra velocidad de caída era tan inmensa que comenzamos a experimentar ingravidez. Sin embargo, SABIAMOS que ello era totalmente imposible, antes el Eleonora se habría destrozado, toda la arboladura no lo soportaría. Nuestra mente –al menos la mía- quería racionalizar lo que ocurría. Nada era posible, pero pasaba. La caída continuaba en un ángulo de sesenta grados, entonces ocurrió otro hecho singular, toda la nave comenzó a vibrar y a calentarse, el piso primero y luego los mamparos. Estábamos en agua helada pero la nave SE CALENTABA POR FROTAMIENTO, la velocidad era inmensa.

Luego recuerdo haber escuchado extraños lamentos, algo así como sonidos agudos y espasmódicos que surgían entre el holocausto de agua, electricidad y vientos.

Después –muchas horas después- lentamente la furia declinó.

Poco a poco la bajada fue haciéndose menos pronunciada y el barco recobró su horizontal. Ahora ya no caíamos. Una mano inmensa nos levantó a una altura que no puedo precisar y el mar se calmó tan rápido como se desatara la tormenta.

Allí estábamos, ahora sobre cubierta volviendo de la muerte, pobres espectros de marinos en las inmensidades antárticas, blanca señal que anticipa la nada. Acaso eso sea la muerte, el olvido, un cerebro que se apaga, no más recuerdos ni posibilidades. Así estábamos empapados sobre cubierta, ahora ateridos de frío Marian ya nunca sería la misma y dos de los tres daneses apenas pudieron seguir realizando sus tareas. El público sabe – que una vez en tierra dos de ellos se perdieron en una ventisca y no regresaron. Sus nervios estaban deshechos.

A partir de aquella noche ya no reíamos y un sordo abatimiento nos fue envolviendo. A medida que el frío aumentaba cada uno se encerró en sus propias y tétricas especulaciones. Comíamos callados, cautelosos, inconscientemente a la espera de la noche eterna de los hielos.

Tres días después y sin novedades arribamos a la Base Inglesa.  El Barco quedaría allí. Doscientos largos kilómetros de hielo nos separaban de Mac Murdo. Un trineo para cada uno, tirado por perros nos pondrían en aquel maldito lugar. Ustedes se preguntarán cómo nos arriesgamos a tanto, sin embargo, es una distancia posible con la tecnología actual. Estaríamos conectados vía satélite, en todo momento. Por otro lado, tanto la vestimenta como las tiendas para dormir, permitían hacer noche aún con vientos intensos.

  Camino al  Hielo 

Después del segundo día de nuestra llegada a la costa y habiendo descansado un poco, partimos. El tiempo se presentaba sin tormentas, pero como el pronóstico solo informaba con casi certeza los tres días siguientes, no nos serviría de mucho, ya que tardaríamos no menos de una semana en alcanzar el punto donde realizaríamos las mediciones de terreno. Aclaro que no existió forma alguna de recorrer esa distancia por aire. Ningún avión aterrizaría entre aquellas montañas y un helicóptero tampoco se arriesgaría en esa zona. Por ello los perros fueron la única alternativa.

Vagamente comentamos al Capitán Hering –a cargo de la Base Inglesa- nuestros problemas en el mar,

 ¿Qué íbamos a decirle?, no hubiese creído una palabra.

En silencio subimos a los trineos y nos dirigimos directo hacia la nada. Cada uno de nosotros experimentó una extraña sensación de desasosiego, de impotencia, de horror y sin embargo de curiosidad hacia lo desconocido. Tanto espacio, pensando que la tierra, los millones de seres que la habitan, estaba ahora debajo nuestro, mejor dicho, arriba nuestro, pues nos encontrábamos en el Polo sur.

Así salimos a enfrentar la inmensidad blanca. Los perros incansables, ganaban terreno rápidamente. Luego de diez horas de marcha, con escasos descanso, nos detuvimos y armamos las tiendas. Derretimos nieva para hacer agua y cocinar.

Ya no hubo camaradería, solo un silencio y miradas hoscas. Marian fijaba su vista incansablemente hacia el norte. Aunque nunca lo dijo casi pude leer sus pensamientos, que eran los de todos, allá muy en el norte, en nuestras casas estaba la vida, la vida que nunca debimos haber dejado. Aun cuando escapáramos del polo, nos esperaba otra vez el mar y seguramente la muerte. Algo nos decía muy adentro, en nuestro inconsciente que no nos dejaría escapar. Ese “algo” no nombrado, terrible y a la vez fascinante agazapado en el frío, reía e cada ráfaga de viento. En cada amanecer en que cruzábamos esquivas miradas, en el espanto mismo de sabernos desprotegidos y abandonados en la nada, “eso” estaba allí; incorpóreo, pero real.

Al tercer día, al fin de la jornada llegamos a Mac Murdo. Decidimos descansar y comenzar los análisis al día siguiente. A las nueve de la mañana todos estuvimos levantados. Una tormenta furiosa de viento y nieve nos obligó a refugiarnos en las tiendas. Entonces un sonido peculiar se abrió camino sobre el alarido de los elementos.

 No era agudo, como si una flauta gigante pulsara notas nunca escuchadas, uno claros y monótonos acodes producidos por una mente desvariada y brutal. Sin embargo, todos escuchábamos esa música que venía de la nada. Hacia las tres de la tarde la furia de la tormenta pasó. La música- continuaba repitiendo cada acorde una y otra vez. Entonces en el frenesí de la desesperación comprendimos que provenía debajo del hielo.

Nuestros GPS marcaban con exactitud el lugar donde centraríamos las investigaciones.

Realizamos una comunicación satelital, la única que hicimos con nuestros patrocinadores- antes que todo el equipo se destruyera-. Nos dieron órdenes precisas, “caven en el hielo, allí donde se detectan anomalías desde los satélites”.

 El descubrimiento

Comenzamos a probar uno tras otro nuestros aparatos, desde medir posición, profundidad del hielo, posibles movimientos telúricos, emisión de radio frecuencias, etc. Algo pasaba, todo comenzó a fallar. Debajo nuestro claramente detectamos movimientos.

Uno de los trineos portaba una máquina que derretía 20 metros de hielo por hora, abriendo un poso de cinco metros de ancho. Nos encontrábamos a 80 metros sobre la tierra. Poco a poco la abertura se hacía más y más profunda. De pronto la música cesó.

Nos detuvimos y otra vez la flauta rebotó en cada célula de nuestro atormentado cerebro. Volvimos a prender la máquina. Max gritó, golpeamos contra algo metálico. Comenzamos a ampliar el lugar abriendo un enorme espacio. Lentamente tomó forma una torre de acero, con escotillas. Mientras la máquina derretía centímetro a centímetro el hielo, unas letras se abrieron paso hasta nuestras mentes U-535. ¡Todo lo que pasaba sencillamente no era posible! Allí a cientos de kilómetros de la costa y a 80 metros bajo el hilo estábamos parados sobre el perdido submarino en que tantas veces se dijo que Hitler había huido de Berlín. ¿Pero cómo llegó hasta allí?

La música se cayó, un silencio profundo y oscuro-solo perturbado por nuestros pasos sobre la nave- nos envolvió. Un manto de impotencia y de certeza que allí estaría nuestro fin, nos abatía ahora aún más. Continuábamos en la seguridad que ya no importaba.

Abrí una de las escotillas y una luz azulada se escapó hacia arriba. Todo el foso ahora estaba pintado por esa fosforescencia. Sin temor baje por la escalerilla. Una fuerza que no era mía me guiaba, la locura en el horror. Por qué podemos enfrentarnos al peligro más brutal, en forma consciente, si lo conocemos, ¿pero ¿qué ocurre cuando no sabemos que hay adelante? Entonces sobreviene la alineación, el hombre sabe que no tiene defensas, lo único que le queda es la entrega hacia la locura.

Todos entramos en la nave, perfectamente conservada. Recorrimos cada sección y hacia la popa vino el descubrimiento, al abrir la última puerta hacia la sala de máquinas nos encontramos ante una caverna con varias salidas en un abanico de 180 grados. La nave había sido cortada.  La luz azul- brotaba literalmente de diversos sectores del hielo. Caminamos en círculos y estimamos que aquellos pasadizos que daban lugar a cientos de habitaciones, tendrían kilómetros de extensión. Una ciudad ciclópea en el lugar más remoto de la tierra. Comprendimos enseguida que, si bien el submarino era alemán, toda la tecnología que se abría a nuestros ojos, no era de nuestra época y mucho menos del tercer Reich. Luego de tres horas de marcha regresamos sobre nuestros pasos. La ciudad continuaba aún más allá, hasta fines no soñados jamás.

Entonces ocurrió. Marian dio un grito, una de las tantas puertas era diferente a las demás. Una bandera con un águila y la cruz esvástica nos llamó para que entráramos a la habitación. Lo hicimos y yo fui el primero, empujé el portal- que no tenía cerradura- lentamente se abrió. Todos nos quedamos callados. Sobre una cama, la figura de un hombre muy viejo, aún con vida nos miraba. Nada era posible, un sueño colectivo nos ponía al borde del delirio. El anciano aún con uniforme descolorido se levantó con un gran esfuerzo. Entonces horrorizado vi. sus ojos oscuros, extrañamente calmos. Se clavaron en mí y vi un sufrimiento infinito, vi horror, vi tanto dolor, cientos de vidas destrozadas para nada, solo por un sueño. Eso un sueño, una idea colectiva espantosa de salvarse sin los otros. El hombre bajó su mirada y se posó sobre la caja de hierro, que ahora salía de las sombras y adquiría proporciones titánicas de espanto. El anciano se sentó sin fuerzas sobre la cama y dijo: –al fin han llegado, pero ya es tarde, es muy tarde. Entonces supe quién era, quien había sido. Sus manos huesudas me extendieron, en un último y desesperado esfuerzo la caja. En ese momento toda la habitación se sacudió. Un espasmo sordo pero terrible botaba debajo de nuestros pies, sobren nuestras cabezas, las paredes de hielo se iluminaron un breve instante y comenzaron a chorrear agua.

En un segundo de espanto comprendimos que todo el complejo cavado en el hielo comenzaba a deshacerse.

El anciano dijo- ha comenzado váyanse, ya es tarde, muy tarde. Max y Marian corrieron hacia la puerta, el anciano tomó mi mano mientras decía -solo un instante- mientras hablaba cada palabra explotaba en mi cerebro con la absoluta certeza de la convicción. Él había sido el hombre, aún estaba allí y no calcinado en Berlín. ¡Cuando terminó dijo –ahora corra!, en minutos todo esto estará bajo cien metros de agua. Al borde del colapso mental le pedí que viniese conmigo. -ya no es posible, dijo -desde aquel día en el Bunker no tuve ninguna posibilidad, solo creí que el cambio era posible…-váyase!

El escape

Corrí por los pasadizos de hilo, enajenado, mientras por el suelo un enorme arroyo juntaba toda el agua que se desprendía de las paredes y el techo, hubo otra explosión y detrás de mí un alud de nieve y agua barría todo, mis piernas no aguantaban el esfuerzo, entré por la popa abierta al submarino, trepe, todo se inundaba, las luces se apagaron y en el último instante alcancé la escalera. Segundos después estaba en la superficie, Max y Marian simplemente miraban el enorme agujero. Todo el suelo volvió a temblar, vimos alucinados como un chorro de agua subía a borbotones por el túnel. Corrimos, corrimos y alcanzamos a los perros, aún con los trineos. Nos alejamos a la velocidad que los pobres perros podían. Kilómetros después me di vuelta, toda la superficie antes de hielo era ahora agua encrespada, violenta que avanzaba hacia nosotros persiguiéndonos. Finalmente, el deshielo se detuvo. Armamos el campamento de la primera noche. Tres días más tarde llegamos a la costa. Ninguno hablaba. El silencio más hosco nos separaba como enemigos.

Hacia el cuarto día desde la hecatombe en Mac Murdo partimos con en barco hacia el norte. No tuvimos en los sucesivos más contratiempos. Tres semanas después llegamos a Buenos Aires. No comenté ninguna de las palabras que aquel anciano me dijo.  Tal vez porque no me separé ni un momento del contenido de aquella caja que me diera. En su interior encontré un cristal, no más grande que una botella. Extraño y luminiscente.

 En lo profundo de mi alma deseaba que no se tornara azul. Lo miraba cada noche extasiado. En su interior algo se movía., con una cadencia irresistible. Si todo aquello había sido verdad, si aquel anciano líder en su época estaba en lo cierto. Si todo no había sido el desvarío de un loco, entonces, un día el cristal se volvería azul y todo estaría definitivamente comprobado y ya no habría futuro. No tendríamos ni salvación ni oportunidad, ni tampoco esperanzas.

Los que nos contrataran no dieron señales de vida. No hubo declaraciones. Solo en la Prensa de Buenos Aires y el New York Time y otros periódicos, se hizo mención al rompimiento de un enorme glaciar, el Antártico, en Mac Murdo.

 Max dejó de llamar y Marian se radicó en España.

Mis nervios colapsaron un día del primer invierno y mi familia- a la que no he contado nada-me internó en un Psiquiátrico. Han pasado dos años y he vuelto a mi casa y a mis libros.

 ¿El futuro?

Hoy a la noche saqué con un profundo terror el cristal. Lo he puesto en mi escritorio y he apagado la luz. Brilla, lo que sea que está adentro irradia un azul puro e hipnótico. Algo se mueve, se bambolea, deja de hacerlo cuando lo observo y luego otra vez la sombra sube y baja.

En el fondo de la caja encontré unos escritos en alemán. Traducidos a su vez del hebreo antiguo. Corresponden a los manuscritos apócrifos, que el Vaticano guarda celosamente y que nunca fueron permitidos conocer. En realidad, los verdaderos están en mis manos. ¿Qué va a pasarme ahora que lo hago público? ¿En cuánto tiempo vendrán los esbirros a buscarlos? Realmente no me importa.

Tengo la historia, la verdadera historia del comienzo del siglo uno, del dos, del tres. De la creación del poder inmenso del Papado, de la oscura noche de la inquisición.

La conjura de pocos para el dominio del hombre a cualquier costo. Ya no es una cuestión de fe. Es solo poder, para que muchos hagan lo que unos pocos decidieron. Por ello se prometió cielo o infierno.

Finalmente, en una letra apretada y nerviosa, el anciano escribió:

En 1945 huimos de Berlín en tres grandes submarinos. Los mejores científicos estuvieron entre nosotros. Llegamos al paralelo 80 y allí comenzamos a fundir el hielo con una tecnología que nos permitía fundir y navegar a la vez. Instalamos el primer campamento y tres años más tarde completamos el complejo. Poco a poco trajimos desde la Patagonia, en largos e interminables viajes todos los insumos. Año tras año. Nuestras mujeres dieron hijos y esos hijos engendraron a otros. Manejamos la genética y alargamos la vida. Realizamos prodigios jamás soñados. Desarrollamos una maquinaria que por medio de gravitones desestabiliza las placas tectónicas, un productor de terremotos. Nosotros causamos el tsunami, fue una forma de atraer la atención. En 1970 tuvimos una “revolución” un grupo de hombres hastiados del Polo decidieron, ir al mundo y tomar el poder. Ya no hacían falta las armas. El muro cayó y la humanidad celebró el fin de la guerra fría. Habían leído los manuscritos apócrifos que nosotros robáramos los originales, del Vaticano, en la guerra. Ahora simplemente comprendían la espantosa verdad: el hombre ha sido sometido al arbitrio de unos pocos. La fe, el dogma, las ideologías todas, distintos nombres para la misma opresión. Tan sencillo como prometer paraísos, pero solo después de la muerte ¿no es gracioso? Tan pueril y tan efectivo.

Aquellos hombres no dejaron aislados. Sobrevivimos y desarrollamos la máquina, no tuvimos otra forma que llamar la atención. Pues no teníamos forma de salir.

El cristal que está en la caja tiene virtudes únicas y le marcará las coordenadas, latitud y longitud donde cada hombre que escapó de aquí, se encuentra- si aún sigue vivo- Verá usted que cada hombre político o ha sido reemplazado o su asesor o amante proviene de nosotros. Todo está controlado, aún más que antes. Y todo –a aún lo más espantoso- será aceptado por los pueblos.

¿Por qué justamente yo cuento todo esto? ¿Yo que destruí millones de vidas? Es sencillo, creía que ése era el, camino, y lo hubiera sido si no hubiésemos perdido la guerra, aunque ahora ya no estoy tan seguro. Nuestros hombres están allí afuera, buscando solo su propio bien. No más ideas, no más patria, solo un montón de basura humana vendida al lado de los mismos que manejan y envilecen al mundo. ¿No es irónico el perdedor sentado a la mesa del opresor?

Ya he sido juzgado, tal vez más que nadie en la historia. Soy el anticristo, lo peor. Pero, aun así, en el final de mi larga vida creo en algo posible. Deben mostrarle al mundo la evidencia. Usen el cristal, señalen a los burócratas. Hagan públicos los manuscritos apócrifos, la verdad del dogma. Recreen una nueva fe.

Terminé de leer la nota y extraje de la caja dos libros, los manuscritos apócrifos, la verdadera Biblia, la historia verdadera.

Tal es el aterrador poder que pusieron en mis manos. La esfera de cristal brilla ahora increíblemente azul. Miles de sombras danzan con un silbido agudo al rededor del cuarto.

Uno a uno voy marcando las coordenadas, latitud, longitud, grados minutos segundos. Nombres brillan tras el cristal. En América, en Europa, Asia, todo el globo me envía con todo detalle nombres, lugares. Anoto con frenesí cada uno.

Ahora sé. Ahora tengo la luz.

Dos al lado del Presidente de USA, otros tres en Europa, cinco en Asia,, cuatro en África. El mundo entero….











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