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La tormenta


Aquella noche mi madre sirvió la cena más temprano. Afuera la tormenta en toda su intensidad, agitaba sin piedad la paja del techo. Mi padre, viajando por algún lugar del mundo hacía sentir aún más la soledad del momento. La luz del farol bailaba por las breves ráfagas de viento que cruzaban el cuarto. Mi madre grito su inconfundible ¡a dormir!  Ya en el cuarto espere escuchar sus ronquidos. Media hora más tarde bajo una cortina de agua, corrí por el malecón en dirección a la plantación de bananos. Otra vez disfrutaba lo que la naturaleza regalaba a los ojos y sentidos de un niño de doce años. La Isla Tortuga, nuestro lugar de residencia entonces, fue en otros tiempos cuna de la piratería y andanzas de marinos en ese Mar Caribe.

Los rayos disparados iluminaron la bahía. Decena de explosiones no me asustaban, ni las ráfagas endemoniadas del viento torcieron aquella noche mi carrera. Claramente supe que iba a ingresar a la caverna. Una gruta que abría su vieja boca a un costado del cementerio de esclavos -ahora abandonado- Mis pies descalzos disfrutaban la tibieza del agua, mi piel fresca bajo el diluvio, se agitaba ante la brutalidad de la noche. Nadie en las calles. La última casa de madera resiste el ímpetu del aguacero, sus moradores duermen. Finalmente ingreso en la gruta y enciendo la vela que he traído protegida del agua. Con trabajo logro prenderla, su luz mínima intenta ganarle al aire húmedo. Unos cincuenta metros adentro encuentro los restos de un mobiliario y algunos baúles semi destruidos. Sentado en un pequeño tonel extasiado recorro cada centímetro de aquella estancia. Un niño en la noche tormentosa, a escasos pasos de un cerrado y olvidado cementerio, casi a oscuras…Afuera la noche aullaba en un delirio de sonidos, mientras los relámpagos creaban en las paredes de la gruta extrañas y ondulantes sombras y sin embargo yo no tenía miedo. Los libros de Stevenson, los viejos diarios de mi tatarabuelo y sus historias en aquellos lugares. Incentivaban mi imaginación, devorando cada libro, escuchando las viejas canciones de los negros añorando su perdido continente. A veces los cuentos de algún antiquísimo lugareño, perdido en el tiempo y en su memoria. Sí, captaba cada brisa, cada cambio de color de las aguas, cada papagayo explotando en los mil colores de sus plumas. En el chirriar incansable de las grandes ranas en los manglares, en los astutos delfines, en las puestas de sol incomparables, en las tortugas volando sobre los arrecifes de coral, en el gran tiburón cruzando más allá de la laguna, en las chozas imperturbables de los ancianos, en el bullicio del medio día en el mercado de la isla, en el silencio de las tardes mientras casi todos descansaban en sus Coy a la sombra de los cocoteros. He amado más allá de toda razón las historias y sus gentes. Y hubiese dado parte de mi vida por haber vivido unos instantes con aquellos villanos de Barbanegra, Morgan, Bartolomé Roberts, El Olonés , Ann  Bonny, Mari Read  (dos piratas mujeres)  y tantos otros.

Un estruendo terrible sacudió la cueva, muy cerca cayó el rayo y su tremendo fogonazo me indicó precisamente un pequeño cajón en la vieja mesa. Lo abrí y casi como una necesidad el viejo libro saltó a mis manos. Sentí el cuero de su portada de extrema antigüedad, entonces lo abrí y a la luz de la mortecina vela supe del Holandés Capitán del Bergantín Trinidad.

La tormenta escora la nave a babor. Las jarcias sufren el inmenso esfuerzo. Con desesperación el holandés escucha crujir el palo mayor. Grita, escupe órdenes. Los hombres trepan. Hay que bajar la mayor, cortar los cabos si es necesario. Un joven de pelo casi blanco aferrado a una jarcia es sacudido brutalmente y corta el grueso cabo de lino. La vela abierta se deshace rápidamente. El bergantín se endereza. El sonido inconmensurable de los elementos trepa hacia el infinito, ahogando las voces de los hombres. La oscuridad rodea, aprieta, aterroriza. Solo la espuma mancha la noche. Finalmente, cuando todos se creían a salvo el mar da su último golpe. Una ola brutal abre un rumbo en una banda. El barco hace agua, pero la costa está cerca. El holandés dirige su barco a la bahía y logra entrar. Diez hombres han desaparecidos tragados por la tormenta. Encuentran la gruta y se refugian durante días. Finalmente ven llegar al barco en la noche, quizás los rescaten.

El resto del diario está en blanco……..y mi mente vuela a  aquellos hombres, en una tormenta como esta, en una noche igual. La vela se apagó, la noche grita con toda su fuerza, un rayo descomunal sacude el piso de la gruta y entonces veo una calavera junto a unos huesos…quizás del holandés.

Vuelvo despacio a casa despacio, empapado, indiferente al grito incansable de la noche. Furtivamente trepo a mi ventana. Ya seco me acuesto y miro el diario chorreando del holandés, ahora en mi mesa de luz. Mi último pensamiento es para aquellos hombres y tantos otros apresados entre aventuras, tormentas y piratas 

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