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Mi viaje al abismo.




Una vez le preguntaron a un gran escalador por que razón había subido tantas veces a los Himalayas, respondió simplemente ¡por que están allí!






Me encuentro a bordo de la embarcación de mi amigo Nelson a escasos trecientos metros de la costa de esta Isla maravillosa que se llama San Andrés. Estamos en el Caribe Colombiano, a menos de doscientos kilómetros de Nicaragua. Una pequeña porción de tierra de treinta y tres kilómetros por solo cinco. Como un barco inmóvil en un mar increíblemente transparente parece surcar este océano absolutamente tibio.

Nos mecemos entre pequeñas ondas tan azules que los sentidos extasiados no alcanzan a absorber en toda su plenitud. No es el primer viaje ni la primera inmersión profunda que voy a realizar. Ya tuve la dicha de haberme sumergido el año anterior precisamente en éste mismo lugar “The Blue Wall”, la pared azul, en el abismo, recto hacia el fondo.

Cuatro bajaremos, junto a Nelson, éste experimentado Instructor Isleño.

Escucho que repasa las señas submarinas, para indicarle cada tanto, la cantidad de aire que el manómetro indique a cada uno. Nos señala que caeremos sobre un piso a los seis metros, nadaremos hasta el borde y de allí la caída vertical hasta los 40 metros. Se que iremos aún más abajo. Conozco a este excelente guía submarino, si dice 30 son buceos a 40, si dice 40 …quien sabe a dónde llegaremos.

He revisado el equipo como siempre, me coloco la botella de aire comprimido. Ajusto el chaleco inflable, el manómetro y el profundimetro quedan sobre mi pecho, al alcance permanente de mi vista. En el bolsillo derecho la segunda boquilla queda alojada. Pruebo la salida del aire, miro la carga: 300 kilos. Tendremos que estar muy relajados, movernos lentamente y hacer respiraciones profundas y pausadas o no tendremos aire para las paradas de descompresión.

Me han dicho ¡no bajes otra vez a los 40 metros! Es muy peligroso. Narcosis por nitrógeno y embolias gaseosas, las temibles burbujas que pueden alojarse en los tejidos. Pero estoy aquí. Tengo ajustado el equipo, puestas las aletas. Coloco la máscara en mi cara. El cinturón de plomo aporta otros 5 kilos a todo mi peso. Me ayudan a ponerme en pie. Camino hasta la borda. Me apoyo, inflo el chaleco, coloco el regulador en mi boca y me tiro de espaldas a tanta maravilla que me espera en las profundidades. Se que no es un buceo normal, se que es peligroso. Me dejo caer y el agua me recibe en una explosión de burbujas. El agua acaricia tibiamente mi piel. Aún en lo más profundo no bajará la temperatura -26 0 27 grados-, con un short y mi piel realizaré todo el buceo. Sencillamente maravilloso, yo que he buceado en los fríos y oscuros mares del sur del mundo, esto es el paraíso. En los mares del sur me sumergida infinidad de veces con equipos rudimentarios, sin conocimientos, no como ahora. He bajado a naufragios, a mares abarrotado de peces grandes, siempre agotándome con el frio, a pesar de los gruesos trajes de neopreno. Cada inmersión la realizaba bajando por un cabo a un mundo grisáceo, nunca pude ver el fondo desde arriba. Metros y metros hacia un mundo extraño, de pronto el fondo se abría ante los ojos y podía ver un naufragio o un fondo pletórico de vida. Darle de comer a los meros, mirarnos a los ojos a solo unos centímetros. Volar sobre la cubierta de un viejo barco. Acariciar el cansado acero, cubierto de anémonas que como una tierna alfombra me devolvía la suavidad de su contacto. Sí, he gozado más allá de todo lo explicable con palabras. Los mares del sur, la Patagonia tiene tanto para brindarnos bajo sus aguas.

Un día descubrí este maravilloso Caribe y decidí que volvería una y otra vez total y definitivamente enamorado de sus aguas y de la calidez de sus gentes.

 

Ya estoy flotando, miro hacia abajo y allí muy cerca está el fondo, más allá el bode y el abismo. Espero que todos estén en el agua y Nelson nos de la orden. Solo al final coloco nuevamente el regulador en mi boca. Vacío el aire del chaleco, suelto el aire de mis pulmones y allí voy lentamente hacia abajo. Es una sensación de plenitud, de paz, de tranquilidad, de inmensidad de ser parte del océano, de ir hacia su vientre, como el hijo que vuelve al seno materno. La presión se hace sentir en los oídos, soplo por la nariz para compensarla. Ya estamos en los seis metros. Nelson nos pregunta si todo está bien, sí todo bien. Nadamos hasta el borde, a solo unos cuantos metros. Yo voy primero, Nelson detrás. Un mundo azul, una pared recta tapizada de una biodiversidad imposible de describir. Me detengo ya en el abismo simplemente llenando mis pulmones con aire. Ahora estamos todos, suelto el aire y caigo, caigo, caigo maravillado en un mundo de tres dimensiones. La pared a solo unos centímetros me ofrece más de lo que he visto alguna vez. Esponjas de muchas formas, vida que se mueve ondulada por la marea. Los colores pasan de una intensidad abrumadora hasta un gris azulado.

¿Cómo puedo explicar que se siente en ese descenso? No lo sé, sencillamente imaginen caer desde un edificio de veinticinco o treinta pisos con suavidad.

Miro el profundimetro la aguja se mueve 20, 30 40 metros y sigue. Nelson nos hizo trampa otra vez. Vamos abajo más y más abajo. ¿Temor? ¿Cómo podría sentir temor si estoy absolutamente feliz? Nos detenemos cerca del fondo. Veo el piso a unos tres metros, vacío el aire de los pulmones y toco fondo, el profundimetro se salió de rango, ¡más de 50 metros! 150 pies. Los demás están un poco más arriba. Los computadores dejan oír las alarmas. Nelson llega hasta donde estoy. Una familia de los peligrosos peces León nos regala su reunión. Si los tocamos es seguro que no saldremos del abismo con vida. Me aferro al borde de una gran esponja, como una gran olla descansa allí. Podría introducirme en ella. Solo unos minutos en el fondo y a subir. Nelson me hace señas que le indique cantidad de aire en mi equipo, aún 250 kilos. Pero tendremos dos paradas para liberar nitrógeno. En ese momento todo mi organismo se encuentra a seis veces más presión que la normal. Mis pulmones, en cada inspiración reciben no cinco si no treinta litros de aire. Más de allá de lo aconsejable, estoy feliz. ¿Por qué? Llegué a otro límite. El fondo del mar me ha aceptado Muy relajado respiro despacio. Esta vez no siento ningún efecto de la peligrosa narcosis. La visibilidad es ahora quizás de ocho metros y el agua esta tibia. En ese momento una gran barracuda pasa a solo unos metros y detrás un tiburón. En otro viaje un gran tiburón tigre pasó muy cerca.

Orden de subir. Si nos quedamos sencillamente se nos agotará el aire. Unas breves patadas y nos introducimos en una caverna, un tubo de piedra y salimos más allá entre enormes paredones de piedra. Voy abriendo camino, pasamos de a uno. Mis burbujas quedan en el techo de la cueva. Salgo a otra parte de la pared. Un gran puente de piedra forma un arco natural, paso por debajo. Hemos subido varios metros, miro hacia abajo y allá veo grandes paredes de piedra. Jardines inmensos, vida, tanta vida. Ahora a los treinta metros de profundidad veo el techo de la superficie. Nos detenemos, ahora todos juntos esperamos, nos descomprimimos. Cada cual revisa su aire, aún falta bastante. El viaje hacia nuestro mundo continúa. Finalmente volvemos al piso de los seis metros. Una gran cadena yace en el fondo, ha sido tapada en parte por el coral. Arriba se bambolea nuestra embarcación. El tiempo pasa ahora lentamente. Todos quietos en la última parada de descompresión. Los gases del nitrógeno deben salir de nuestro sistema. Finalmente, cinco minutos después Nelson nos indica subir. Muy despacio llego a la superficie, inflo el chaleco y me acerco a la escalera. Desprendo el equipo y lo alcanzo al marinero. Suelto el cinturón con los plomos y también se lo entrego, al final las aletas y ya estoy a bordo, casi sin cansancio, feliz muy feliz. Nos dan agua fresca y una buena tajada de dulce de membrillo para reponer fuerzas. Una compañera dice “estaba asustada nunca estuve a tanta profundidad”, le pregunto ¿qué registró tu computador? ¡Me muestra 48,8 metros! Y yo estuve aún más abajo ¡Sí! Logré lo máximo y aquí estoy. Jamás pensé que llegaría a tanto. Nunca imaginé que pasaría los límites.

Volvemos a la costa, a cargar más aire y al agua otra vez. ¿Cansado? Para nada, claro que el próximo buceo será a menos de veinte metros.

San Andrés me ha regalado más de lo que pudiese pedir, me ha brindado maravillas y me las he bebido todas.

¿Qué más puedo hacer? ¿Más profundidad?, creo que no, no tendría sentido.

Cuando el avión deje de tocar suelo y regrese al frío sur soñaré una vez más con esta tierra en medio de un mar paradisíaco.

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