Mi prima (que por entonces vivía con nosotros) Había cumplido 15
años, edad en la que toda señorita espera la fiesta, el vestido y todas esas
cosas de niña que cree que es mujer. Mi padre --que como he contado- viajaba
permanentemente por el mundo como diplomático, regreso un día antes de la tan
esperada fecha. Mi madre sabía que algo raro pasaría. Acostumbrada a los
pueblos nativos, a la náutica e influenciada por decenas de libros de piratas y
aventuras (al igual que yo) , estaba muy lejos de desear la fiesta
-que por otro lado no hubiese podido realizar por carecer de amigas. (Salvo la
hija del jefe Ubundu) que solo hablaba dialecto y un par de marineros de
la Guyana Francesa, amigos de mi padre.
El día esperado, se despertó ansiosa y corroí a la playa.
Allí estaba mi padre, mientras mi madre lo reprendía. -es peligroso- le decía
–¡estás loco! Al rato llegó Philippe, un negro haitiano, de unos 25 años,
delgado como un mimbre y oscuro como carbón. Remaba en una canoa que no era
otra cosa que un árbol ahuecado, con un flotador a babor. Mi padre me dijo
acompaña a tu prima. Y ¡quédense en la canoa nada de agua!, ¡ni las manos
ni las piernas en el agua ¡júrenlo! Y lo juramos. Mientras Philippe remaba con
fuerza escuchábamos a lo lejos a mis padres que gritaban ¡Feliz cumpleaños y
mucho cuidado!
En la canoa solo se encontraban tres elementos un gran
cascabel hecho con caracoles, que producía un sonido extraño y hueco, un lazo
unido a una caña de bambú y un ¡garrote!
Así pues navegamos más de una hora hacia ¡LA FIESTA!
Philippe dejo de remar. El sol ya en lo alto iluminaba ese océano azulino e
inmóvil con furia. Entonces el cascabel saltó a la mano del haitiano y
desparramo su música suave y opaca. Poco después presentí algo bajo la canoa, a
estribor un tiburón de punta blanca de dos metros amenazaba nuestra posición.
No tuvimos miedo, pero nos mantuvimos bien dentro de la canoa ¡bien en crujía!
Y empezó la batalla, Philippe colocó con destreza el lazo en el cuello del
escualo y tiro con una fuerza extrema. Sus músculos parecían explotar ante
el esfuerzo. El tiburón, lejos de dejarse ahogar vibraba, coleteaba, subía
bajaba. Nos golpeó con una fuerza brutal. Allí Philippe nos enseñó ¡mantengan
en equilibrio o nos vamos al estómago del bicho! Así bailamos durante una hora.
60 minutos de extrema tensión. Finalmente, nuestro “enemigo” había muerto.
Al final me dejó aplicarle unos cuantos garrotazos. Volvimos -como en la
historia del Viejo y el Mar- con el tiburón abarloado y bien muerto.
Mi padre al vernos estallo en jubilo y grito a Philippe ¿Y?,
¡pues que tu sobrina y tu hijo lo han matado! Lo cual era una absoluta mentira.
Hacia la noche, en el preciso y exacto momento en que todo
se silencia y el cielo pasa a un violeta y luego a un azul casi negro, me
acerqué al pobre escualo colgado en el muelle. Me produjo pena su sacrificio,
aunque no inútil pues Philippe alimentó durante días a su familia. Y así
cumplió mi prima sus 15 años comprendiendo y aceptando la muerte, pero también
el respeto a los animales. ¿Saben algo? No me gusta pescar y jamás dispararía
un solo tiro a ningún animal. ¡Los únicos salvajes son los seres humanos!
¿Cierto o ficción? Excelente
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