Un libro grande forrado con piel de oveja, me miraba desde
uno de los estantes. Cientos de ellos decoraban cada pared de la casa de mi
abuelo. Escucho como poco a poco las gotas de lluvia impactan en las
tejuelas de techo. Ahora es una cortina de agua intensa que cubre la isla
completamente. Afuera la bahía ha desaparecido tragada por el agua que sin
viento cae perpendicularmente. El libro sigue buscándome, no hay otra cosa que
hacer. Me levanto, lo acaricio y la perfecta caligrafía de mi abuelo
aparece llamándome a una historia más en este caribe. Ya no hay conquistas, ni
piratas, ni corsarios, ni filibusteros, nada, solo las playas llenas de sol y vacías de
aventuras. Solo gentes, que llevan sus vidas como pueden, a orillas de los
grandes complejos hoteleros.
Todos los recuerdos de mi bisabuelo primero y ahora de mi
abuelo están atesorados en varios libros como éste. Leo:
Las últimas estrellas se apagaron de pronto. Todo el cielo
se volvió gris y reflejó la luz de la ciudad. Lentamente los primeros copos de
nieve se mecieron danzando y casi con dulzura se posaron sobre todas las cosas.
Arriba, muy arriba, en los grandes edificios, los ventanales brillaban. En
miles de hogares la cena se preparaba, entre copas de cristal delicadamente
llenas de vinos. Pavos y muchos otros manjares fueron desplegados con sutil
refinamiento. Los regalos de mil colores esperaban atentos a la hora señalada.
Los niños ansiosos regalaban sus sonrisas y la algarabía general se
extendía como la nieve.
Martín sintió la tenaza del frío en sus huesos. La noche
larga lo esperaba, como una fiera agazapada. Debía buscar refugio. Algún lugar
caliente. Caminó a grandes zancadas, cubriéndose del viento. Se acurrucó en el
umbral y lentamente entró en el sueño. Martín estaba ahora en días llenos de
sol, en algún lugar donde el mar refulgía intensamente y el olor a sal hacía
sentir todo más pleno. Sí, soñaba con las olas brincando alegres en la playa.
Veía una y otra vez ese ir y venir. Cada gaviota dejándose caer con la gracia
blanca de la espuma. En su umbral frío sonreía.
La navidad pasó y Martín después de despertar aún tenía
ante sí otro día por delante. Había muchos restos en los tachos de basura, buscó ávidamente,
entonces se dijo que todo debería terminar, que el sufrimiento era demasiado y
que finalmente un poco de alegría llegaría su vida. Pensó en sacarse aquella
vieja ropa, en darse un baño caliente. En sentarse a saborear un dulce café con
leche, grande y espumoso comer una medialuna y luego otra y otra. Sí,
conseguiría trabajo, alguien se lo daría. Con algo de dinero podría ir a ver el
mar. Y en algún momento de su torturada vida el amor lo miraría con los ojos
del deseo y alguna suave mano tomaría las suyas. Todo estaría bien. S, Martín
sería llamado por su nombre, cortaría su pelo, afeitaría su barba. No sería más
un hijo de la noche. Los niños no darían vuelta la cara para no verlo. La vida
lo esperaba ahora con los brazos abiertos, pero Martín en realidad no había
despertado, aún seguía soñando. El frío aumentaba con cada ráfaga helada. Aun
en las mesas de muchos hogares los postres remataban las encantadoras cenas.
Llegaba la hora de los regalos. Todos brindaban, reían cantaban dulces
canciones de navidad, de amor y paz. Martín siguió un rato más en su suplicio.
Solo, absoluta y definitivamente solo. Soñando con amor, creyendo que aún era
posible. Su mente se fue apagando muy despacio y finalmente quizás con
compasión. Su vida se fue al final sin dolor, mientras lo tapaba con pudor,
casi con vergüenza, la nieve tan pura. La noche había pasado y en otras camas
cálidas, muchos despertaban con esa ilusión de felicidad. Pero Martín ya se
había ido
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