Transcurrieron meses de ausencias y olvidos. La rutina
apagaba de a poco mi vida.
Y los anocheceres silenciosos me cubrían lenta e inexorablemente.
Tantas veces recorrí en los grises días de agosto aquellas
calles. En momentos me sentaba bajo los secos tilos en esa plaza Las gentes
indiferentes iban y venían sin sospechar siquiera mi presencia y mucho menos mi
fría alma atormentada, que vagaba de recuerdo en recuerdo, volando lejos en los
tiempos que supieron ser buenos.
Cuando las estrellas indecisas solían correr detrás de las
ominosas nubes, regresaba lento a mi pequeño cuarto, mientras cada ser volvía a
su hogar, a sus afectos. Otras veces la lluvia furiosa barría las calles vacías
y solo me quedaba en esos inexorables momentos, la deformada visión de mi
pequeña ventana. Una diluida mancha de luz del farol de la esquina y alguna
persona tardía que cruzaba fugazmente la noche. En otros momentos creía haber
logrado el olvido y tomaba algún medio de locomoción mezclándome con las gentes
que parloteaban palabras incomprensibles para mí. Su alegría nunca iba a ser la
mía, entonces la visión explotaba en mi cerebro
Y todo el sufrimiento volvía una y otra vez como un
cruel carcelero que permite el escape hasta la última puerta y luego la cierra,
dejando al condenado en la desesperación de haber perdido lo que nunca tuvo.
Decidí escapar, intentar la fuga como último acto de
libertad. Así una mañana de setiembre abordé un tren hacia algún lejano
destino. Dos días y sus noches corrimos por campos y montes. Dejamos atrás
pueblos dormidos. Bajé desorientado con un pequeño bolso en una estación
polvorienta. Busqué una habitación y cambie pocas palabras con los
lugareños.
Una mañana subí la cuesta de un solitario camino. Crucé
oscuros bosques, arroyos furtivos. Algunos pocos animales asistieron aquella
loca caminata. Mis pies cansados decidieron dejar mi cuerpo al reparo de una
gran encina, Mojé mis labios con agua fresca de un arroyo. Dormí bajo las
estrellas. Desperté horas después, el sol ya estaba alto y regresé al pueblo.
Días más tarde estaba otra vez en la ciudad, en mi pequeña
habitación. Entonces una vez más el carcelero vino en mi búsqueda y la tortura
nuevamente brotó, ahora terrible en mi alma. Cada recuerdo, cada deseo
inconcluso, cada mañana luminosa en que fui libre y feliz y en ese momento no
lo supe. Tal era el dolor de mi alma que tomé o creí tomar el único camino
posible: el olvido y la muerte.
Una vez que estaba decidido una especie de paz me acompañó
tranquilamente, como si fuese algo totalmente natural. Así en una fría mañana
de principios de octubre cerré por última vez la puerta de aquella pieza, donde
tantas veces el dolor me atrapara y pareciera que las paredes oprimieran
centímetro a centímetro mi carne trémula. Así me encaminé con bríos a mi propio
cadalso. El lugar y la hora se acercaban a cada paso de aquel día. Ya no
existían para mí ni dioses ni perdones, solo cerrar la ventana ya para
siempre. Descansar, eso buscaba, solo descansar del implacable
dolor.
Faltaban ya pocas cuadras para el lugar de mi propia
ejecución, los postreros momentos de mi vida. En un caleidoscopio de locas
imágenes saltaba de mi niñez a los pocos recuerdos de mi padre. Me veía en la
escuela, el guardapolvo de la maestra Valeria, un perro que tuve y llamé Nerón.
Juegos en alguna plaza. El vestidito rosa de Dora, la niña de enfrente, una
fugaz visión de mi madre en una tarde de abril. Mi primo Luis, mi primer trabajo
de taquígrafo, y finalmente el rostro tan amado y el dolor inconmensurable
cuando aquellos labios perfectos dijeron he dejado de quererte, ya no sirves.
Caminé la última cuadra, el tren de las seis estaría a solo
quince minutos, los últimos en esta tierra. Doblé la esquina hacia las vías, en
ese preciso y extraordinario momento miré hacia el bar de Titín donde tantas
veces rumiara mi vida sin rumbo. Solo diez minutos para las seis y allí
estabas, sola, sentada con la mirada ausente y esos ojos inmensos llenos de luz
y congoja. No lo sé con certeza, simplemente entré y me senté a tu lado sin una
palabra, solo llorando, cansina y lentamente. Me tomaste de la mano y el reloj
de la pared marcó las seis. La sirena del tren se perdía hacia la próxima estación.
Recuerdo que caminamos sin rumbo y sin palabras hasta la vieja plaza, donde los
tilos ya lucían sus primeras hojas. Nos contamos las vidas, el rumbo perdido y
supimos definitivamente que el camino estaba ahora otra vez bajo nuestros pies,
que quizás juntos podríamos encontrarle algún sentido a la existencia.
Aquella noche de nuevo en mi pequeña pieza dejé caer mi
cansado cuerpo y milagrosamente pude descansar libre ya del dolor. Cerré mis ojos
pensando en esa nueva sonrisa de Laura, en nuestro próximo destino y con esa
alegría me entregué al sueño en la absoluta certeza que ambos habíamos salvado
la vida y ganado una nueva existencia
Felicito al autor, hermosa historia, el dolor del alma humana bellamente escrito
ResponderBorrarPrecioso,tierno y melancolico.
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